La siniestra dictadura de la incertidumbre

La pasada semana planteamos una encuesta en nuestras redes donde preguntábamos por el estado emocional que, a juicio de cada quien, predominaba a su alrededor. Las opciones eran frustración, confianza, satisfacción e incertidumbre; se podía añadir otra en comentarios. El resultado fue abrumador, cerca del 85% eligió incertidumbre. Supongo que a nadie os sorprenderá.
La RAE define la incertidumbre como falta de certidumbre, de certeza sobre algo. La vida, de modo natural y habitual, alimenta este sentimiento, son muchas las cosas que escapan a nuestro conocimiento, control y previsión. La incertidumbre aparece para alertarnos sobre algo y puede llevarnos a observar con más detalle y profundidad las cosas. En ese sentido, se convierte en un impulso para aprender y superarnos.
La incertidumbre suele venir precedida, o estar acompañada, de emociones como la sorpresa o el miedo. Algo nos descoloca, positiva o negativamente, o nos causa temor, y entonces surge la incertidumbre. Se trata de un sentimiento que tiende a resolverse con relativa prontitud, ya sea de un modo positivo o asumiendo que, por más vueltas que demos, no tenemos una respuesta ni una solución en ese momento. La incertidumbre genera gran desgaste, además, si se ancla en nosotros, alimenta sentimientos como la inseguridad personal, la angustia y el estrés, todos ellos vampiros que chupan la energía y la confianza. Por eso es tan importante salir de la incertidumbre tan pronto como se pueda. Y por eso es tan peligroso que tome cuerpo de modo persistente.
Hay niveles leves y puntuales de incertidumbre con los que convivimos con asiduidad. Las cosas van bien en nuestra vida, estamos inmersos en un clima de confianza, aunque eso no quita para que, en momentos puntuales, se cierna sobre nosotros alguna nube más o menos amenazante; la vida nunca deja de retarnos y plantearnos interrogantes. Pero nada tiene que ver que en un cielo despejado aparezca alguna nube de forma esporádica, con vivir rodeados de nubarrones persistentes, de incertidumbres interminables, entre los que solo despunta de vez en cuando algún rayo de sol.
Hay circunstancias que abocan a estados de incertidumbre duraderos. Imaginemos a quien recibe un diagnóstico médico que requiere de un periodo largo de tratamiento sin garantía de éxito. Ese tramo de su vida estará condicionado por una dura incertidumbre. Desde una perspectiva distinta, pensemos en quien invierte todo su dinero en poner en marcha un negocio arriesgado, el tiempo hasta que fructifique o no, también será de gran incertidumbre. Estos dos ejemplos afectan, de modo patente, a cosas tan poderosas como la salud y la seguridad material. Son, por tanto, incertidumbres ineludibles que probablemente conllevarán altas dosis de angustia y desgaste emocional.
Pero todas las incertidumbres no son patentes ni ineludibles, ni tampoco surgen de un modo natural por el devenir de la vida y sus circunstancias. Hay incertidumbres deliberadamente propiciadas y alimentadas con algún fin. A ellas, en adelante, las llamaremos hiperincertidumbres para distinguirlas. Suelen ser incertidumbres de menor fuerza, pero mucho más persistentes. Son como una lluvia fina interminable que, parece que apenas moja pero, para cuando uno quiere darse cuenta, está calado hasta los huesos. Estas hiperincertidumbres, a mi juicio, son las que configuran el estado emocional en el que andamos sumidos en la actualidad.
Hagamos un breve repaso a los nubarrones más importantes que nos van calando con sus hiperincertidumbres. La publicidad, aunque es un nubarrón antiguo, no deja de reinventarse con mecanismos cada vez más omnipresentes, invasivos y despiadados. Alimenta la incertidumbre sobre nuestra alimentación, sobre nuestras relaciones, sobre nuestra valía personal, sobre nuestro modo de vida, sobre nuestros cuerpos… Todo le vale para intentar desequilibrarnos.
Los medios de comunicación, nuevos y antiguos, llevan tiempo en una deriva en la que básicamente ofrecen miedo, fundado o infundado, y sorpresas, relevantes o irrelevantes, como modo de mantenernos en una incertidumbre que nos ata los clics con los que trafican.
La política no parece encontrar otro modo de hacerse presente en la conversación pública que a través de generar peligrosas incertidumbres sobre los demás, sobre los distintos, sobre nuestra integridad, sobre nuestra convivencia. Sobre todas las cosas donde es importante no alimentar demonios gratuitamente.
La tecnología, por su parte, ha cogido el gusto a presentarse como una coacción que busca condicionar nuestros hábitos y comportamientos, negándonos el derecho a la réplica y la alegación. No digamos si encima estas fuentes de hiperincertidumbre interaccionan entre sí provocando un efecto multiplicador; medios de comunicación con política, publicidad con medios de comunicación, tecnología con publicidad, todos a la vez…
Hemos llegado al extremo de que mensajes sociales, a mi juicio muy necesarios, como el de la sostenibilidad social y ambiental, recurren también a sumirnos en estados de incertidumbre sin horizonte. Es como si hubiéramos caído, o nos hubieran tirado, al pozo de la incertidumbre y no pudiéramos salir de él. Con tal panorama, es lógico que este sentimiento tome cuerpo como estado emocional dominante; nos atacan por tierra, mar y aire.
Si la incertidumbre tenía la misión de alertarnos de algo y ayudarnos a afrontarlo mejor y quizás crecer en el proceso, estas hiperincertidumbres no son otra cosa que bucles donde nunca se abandona el punto de partida. A lo sumo, se da vueltas en círculo para volver al mismo lugar. El único fin es atarnos a un sentimiento que nos agota, que nos termina por desarmar y nos hace cautivos de la “solución” que nos ofrecen.
Como bien retrató George Orwell en su novela 1984, las dictaduras son un buen ejemplo del uso de la incertidumbre como medio de control. Persiguen sumir a la gente en un carrusel de decisiones inesperadas, arbitrarias, absurdas. Hacen aparecer enemigos por todos los lados. Convierten la vida en un sálvese quien pueda mientras pinchan los salvavidas. En definitiva, dejan a la gente sin energía, sin claridad, perdida, cautiva, sin capacidad de articular respuesta alguna. No parece casualidad que, en el contexto actual de hiperincertidumbre, algunos países que van tomando forma de democracia autoritaria, opten por usar sin reparo esta maquinaria. La figura de Donald Trump es paradigmática al respecto. Cada día, literalmente, se encarga de destruir cualquier atisbo de certeza y previsibilidad a su alrededor, de tal modo que la sociedad bastante tiene con reaccionar a sus decisiones y mensajes arbitrarios.
Lo narrado hasta ahora me lleva a aventurar que, más que en un estado emocional de incertidumbre, lo que estamos es en una dictadura de la incertidumbre, o más bien en una dictadura a través de una incertidumbre que toma distintas caras relacionadas entre sí; la política, la comercial, la mediática, la tecnológica.
Lo llamo dictadura porque estas hiperincertidumbres nos enajenan del devenir natural de la vida y de las incertidumbres que sí le son propias. Nos convierten en meros engranajes humanos angustiados y desbordados por una maquinaria silenciosa que oprime y devora.
Para entrever una salida, creo que primero debemos buscar lo contrario, lo que se opone a la incertidumbre; en este caso sería la certidumbre, la certeza. Aunque, reconozcámoslo, es una salida endeble, la vida ofrece pocas certezas a las que agarrarse. Por eso, el verdadero antónimo de la incertidumbre, a mi juicio, es la confianza. De hecho, estas hiperincertidumbres no atacan a una certidumbre que no les sirve de nada, lo que atacan justamente es a nuestra confianza de modo masivo e indiscriminado; a nuestra confianza en nosotros mismos, en los demás y en el mundo en general.
Es difícil, por no decir imposible, tener la certidumbre de que lograremos aquello que anhelamos, pero nadie puede arrebatarnos la confianza en que, sea lo que sea que acabe pasando, lo aprovecharemos, lo superaremos o seremos capaces de ponerlo en un lugar valioso. En definitiva, nadie puede asegurar que llegaremos hasta aquel oasis lejano, pero sí podemos adquirir la confianza para caminar hacia él y, de este modo, no quedar inmóviles o dando vueltas alrededor de una incertidumbre estéril. Confianza no es ingenuidad, al contrario, es aspirar a manejar lo que sí puede estar en nuestras manos, sea poco o mucho. Ingenuidad es pensar que estas hiperincertidumbres, espoleadas por intereses dudosos, nos van a llevar a donde deseamos.
Por último, la confianza es más fácil de lograr cuando la alimentamos entre todos, o por lo menos entre muchos y, si no, entre aquellos que sea posible. Es además un hilo fino y sutil, donde primero hace falta la disposición para distinguirlo y, luego, conservar la energía suficiente como para seguirlo.
Texto: Fernando Santiago
La incertidumbre, como no podía ser de otro modo, tiene su protagonismo en Emociópolis: mis emociones contra el mundo.